Nereida rociando leche.
Fuente de Neptuno, Bolonia (Juan de Bolonia, 1565)
Dicen que hay mujeres que, aun queriendo, no pueden dar el
pecho; mujeres que tienen poca leche, o leche que no es de buena calidad. Con esta sentencia lapidaria hay quien pretende explicar muchos de los males de un recién nacido: si llora, si no crece, si le da diarrea, si tiene cólicos por las noches o cualquier otro síntoma atribuible –con acierto o no– a la alimentación. Aunque suene a maldición gitana, la socorrida frase la oiréis en boca de personas bienintencionadas que, igual que antaño hubieran aconsejado
algún remedio contra el mal de ojo, hoy os recomendarán darle al bebé un
biberoncito de leche artificial. Y santo remedio.
Como tantos otros aspectos relacionados con el sexo –y dar
el pecho es una expresión más de la sexualidad femenina–, la lactancia ha
sufrido los embates brutales del puritanismo religioso y de los buenos
modales, que la han convertido en objeto de
vergüenza (solo hay que ver la polémica
que suscita el hecho de amamantar en público), y en el caldo de cultivo
idóneo para falsedades y mitos que no hacen más que arruinar la belleza de un acto que
es símbolo de ternura. Si amamantar a nuestros bebés ha dejado de ser fácil es
precisamente porque lo relegamos a la esfera de lo privado, porque lo
condenamos a un horario, porque a las futuras mamás se nos llena la cabeza de
frases terroríficas al estilo de «lo raro es tener leche», y porque, al haber
eliminado toda posibilidad de un aprendizaje basado en la observación y la
intuición, hemos quedado a merced de un conocimiento teórico que
lamentablemente la ciencia ha tardado en alcanzar. La Asociación Española de Pediatría, en su Manual de Lactancia Materna lo explica a la perfección: «Los profesionales de la salud, aferrados a una tradición científica ávida de mediciones y controles, aceptaron sin cuestionamientos la precisión de la alimentación con sucedáneos, adoptando para la lactancia materna la misma rigidez en las recomendaciones, con un efecto devastador sobre la lactancia natural».
El mito de la mala leche sigue siendo un vía crucis para muchas madres en el mundo occidental, a pesar de
que carece completamente de base científica: prácticamente
todas las madres tienen leche, buena leche, siempre y cuando se respete el
proceso natural de la lactancia. No es casual que esta patraña se difundiera tanto en una época –los años sesenta y setenta– en que los fabricantes de leche artificial se afanaban por abrir mercados y por dar a entender que su producto era tan bueno o incluso mejor que la leche materna.
Pero sí hay, en cambio, una mala leche que no pertenece al mundo de la superstición o la fantasía, y que tiene efectos palpables –y perversos– en la vida de los recién nacidos. Es la de las marcas de leche artificial que la han popularizado en países del tercer mundo mediante campañas agresivas, perjudicando gravemente la salud –por usar un eufemismo– de
incontables niñas y niños. La misma mala leche de quienes se lucran haciendo
análisis personalizados de la composición
de leche materna, sembrando así dudas en algunas madres a las que luego les
venden suplementos inútiles. La del personal sanitario que –incluso en contra
de los deseos de la madre– da fórmula a bebés recién nacidos en los
hospitales, entorpeciendo la buena marcha de la lactancia y ocasionando
riesgos innecesarios a la salud del bebé. La de quienes regalan
muestras de fórmula y biberones a las madres a su salida del hospital,
incentivando su uso aunque es sabido que son un obstáculo para la lactancia
natural y que el Código Internacional para la Comercialización de Sucedáneos de la Leche Materna lo prohibe expresamente. Es también la mala leche de nuestros gobernantes, que consideran
suficiente una baja por maternidad de dieciséis semanas cuando la Organización
Mundial de la Salud afirma que son fundamentales seis meses de lactancia
exclusiva. Y tanto o más, la de los gobiernos
y agencias de ayuda humanitaria que envían indiscriminadamente leche artificial
a zonas en emergencia, poniendo en peligro la salud y las vidas de los bebés
al abandonarse la lactancia materna, que es siempre la
alimentación más saludable, higiénica, sencilla, barata, segura y gratificante
que una madre puede dar a su bebé.
Hola,
ResponderEliminarefectivamente, viviendo en un país del tercer mundo, siempre me ha sorprendido observar como en las tiendas de barrio NUNCA falta la leche artificial... a lo mejor no se encuentra la de vaca, o huevos y azúcar, pero nunca falta una estantería de potes amarillos bien ordenados, en medio del habitual desorden de la resta del entorno... signo evidente de que con nuestros productos llevamos "mod€rnidad"
También tengo que decir que en dos años nunca vi a alguien que la comprara... capaz que esté subvencionada!
Un saludo Diana, sigue escribiendo!
http://otraimagendetiopia.wordpress.com/2012/08/21/productos-fake…de-las-compras/