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Un lugar para descubrir «las dedicatorias en las guardas y las anotaciones en los márgenes [...], el sentimiento de camaradería que suscita pasar las mismas páginas que alguien ya ha pasado, y leer los pasajes que alguien, hace mucho tiempo, me ha señalado» (Helen Hanff, 84 Charing Cross Road).

martes, 24 de julio de 2012

El precio de una cesárea


Tlazoltéotl, diosa azteca de la tierra, el sexo y el nacimiento,
representada aquí en la postura habitual entre las mujeres aztecas para dar a luz.


«Porque, recuerde, mi querida señorita  –agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente–, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen; sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...».

Aldous Huxley, Un Mundo Feliz



Antes, mucho antes de ser madre, sabía que si alguna vez daba a luz querría que fuera de la forma menos intervenida posible, en la intimidad y la protección de un ambiente conocido; sin anestesia, sintiendo cómo mi cuerpo se transformaba –con dolor, sí– para ayudar a nacer a una criatura desde el mayor respeto y cariño.

Suena romántico, lo sé. Pero es que justamente de eso se trata: la hormona que nos inunda cuando nos enamoramos es la misma que provoca las contracciones del parto, y se llama oxitocina. Si el lugar y el ambiente en el que una mujer da a luz no le proporcionan la privacidad y tranquilidad necesarias (si no es un entorno precisamente romántico, vamos, como ocurre en los hospitales) lo más probable es que la oxitocina se descuelgue de la fiesta y el parto acabe siendo demasiado largo o complicado. Esto podría explicar, en parte, el injustificado número de cesáreas que se da hoy en día.

Está claro que una cesárea puede salvar la vida de la madre y del bebé. Pero la ligereza con que se practica en la actualidad me hace preguntarme si no habrá llegado a convertirse en moda y en fiel reflejo de esta sociedad nuestra, atenazada por el miedo, presa de supuestas comodidades y tan acostumbrada a esquivar la responsabilidad.

Tienen miedo las madres, al dolor, sobre todo al dolor. No es extraño, pues la mayoría de los occidentales vivimos en un estado de narcosis permanente, en un feliz letargo inducido por la tele, las drogas (no en vano los medicamentos más vendidos son los antidepresivos y analgésicos) y el fútbol, entre otros circos. Pero el dolor del parto es solo eso, dolor; no es síntoma de que algo vaya mal, es transitorio, y sobre todo tiene una recompensa que vale más que el oro de cualquier plusmarquista olímpico. Superar esta sensación física podría verse más como un reto que como algo insoportable, y sin embargo el miedo que provoca lleva a algunas mujeres –a veces gustosamente, a veces a regañadientes– a ceder su protagonismo en un acto fisiológico, natural, para el que el cuerpo femenino está perfectamente preparado en la gran mayoría de los casos. Es en la cesárea donde esta pérdida de control se pone de manifiesto más descarnadamente.

Igual que el precio monetario no refleja el valor real de muchas de las cosas que compramos (y que casi seguro no podríamos comprar si no las fabricaran trabajadores que cobran sueldos de miseria en alguna parte del mundo de la que apenas oímos hablar), ciertas «comodidades» que damos por sentadas tienen también un precio oculto que alguien antes o después tendrá que pagar. Una cesárea no sale gratis ni aunque nos la cubra la Seguridad Social, y desgraciadamente la factura no la paga solo la madre.

Pienso también que nuestra obsesión por la inmediatez y la pasividad que nos inculca este modo de vida prefabricado están muy relacionados con la ideología ­–a veces inconsciente– que subyace a tanta cesárea innecesaria. He oído decir a más de una mujer que de quedarse embarazada lo que le gustaría es que la durmieran y le sacasen al bebé. Pero en la vida –afortunadamente para quienes quieren aprender de ella– no suele funcionar darle al botón de OFF cuando algo nos da repelús. El parto natural requiere paciencia, calma, un estado de ánimo opuesto al ritmo adrenalínico que vivimos día a día. En lo que al nacimiento de un bebé se refiere, cuando menos, el amor es incompatible con el miedo.

Es lícito sentir miedo, querer evitar el dolor. Pero, en el parto como en tantas otras esferas de nuestras vidas, por favor no dejemos nunca que el miedo se convierta en náusea.

Para Jara, como todo lo demás.

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