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Un lugar para descubrir «las dedicatorias en las guardas y las anotaciones en los márgenes [...], el sentimiento de camaradería que suscita pasar las mismas páginas que alguien ya ha pasado, y leer los pasajes que alguien, hace mucho tiempo, me ha señalado» (Helen Hanff, 84 Charing Cross Road).

miércoles, 18 de mayo de 2011

Historias de la Mitad del Mundo II: Las brujas de Intag


Maruja Mallo, La mujer de la cabra (1927)


“También en el Nuevo Mundo, la caza de brujas constituyó una estrategia deliberada, utilizada por las autoridades con el objetivo de infundir terror, destruir la resistencia colectiva, silenciar a comunidades enteras y enfrentar a sus miembros entre sí.”

Silvia Federici, Calibán y la bruja


Las mujeres, en círculo alrededor del caldero, clavan la mirada en él como para asomarse a su propio destino. Algunas son jóvenes, a otras las hebras de la vida les cosen ya el rostro. En cuclillas unas, de pie otras, van y vienen, se afanan por verter en la marmita un poco más de esto o de aquello, por comprobar una medida, por remover el líquido correoso que bulle. La imaginación de ellas bulle también.

Ha anochecido, y el cansancio está a punto de vencerlas: saben que les queda poco tiempo. Tienen que encontrar la fórmula, o perderán los días sin noches, la dedicación, la confianza. Una oportunidad de dejar de sobrevivir y recuperar la dignidad. Y también, claro, el dinero: un crédito de setecientos dólares que han de devolver. Pero ahora no se detienen en eso, tienen los pensamientos enredados en la maraña de ingredientes de un jabón que desde hace meses tratan de elaborar. Hasta hoy su trabajo incansable ha sido en vano: las ollas se han quemado, o el jabón ha salido demasiado líquido, o la mezcla de elementos no ha dado el resultado esperado. El crédito, con el que han podido montar un pequeño laboratorio donde estrenarse como aprendices de alquimia, va mermando. Las fuerzas de ellas empiezan a mermar también.

El círculo está incompleto. El miedo y la angustia cobraron su peaje, y son sólo seis las mujeres que han seguido adelante: Carmen, Germania, Gladis, Leonila, Silvia y Evelyn. Madres, hermanas, esposas, hijas. Todas nacidas y crecidas en El Rosal, un puñado de casas blancas que puntean las tupidas laderas del Valle de Intag. No hace mucho eran amas de casa, y no pretendían ser nada más. Hay voces en el pueblo que las acusan ahora de haber desatendido a sus familias, de creerse mejor que los hombres, de estar buscando...No saben que eso que ellas buscan no hay varón que se lo pueda dar.

Desde hace décadas, los jóvenes, casi niños, de la pequeña comunidad de El Rosal dejan el valle para buscar trabajo en la ciudad. Dolarizada la economía del país en el año 2000, y con el cierre de fronteras y la violenta militarización que acarrea el Plan Colombia, a los campesinos no les quedan alternativas de vida en el campo. En la ciudad un sueldo, aunque sea de miseria, es un sueldo. Así, día tras día, la juventud se marcha y llegan las multinacionales. A menos de 100 metros de la comunidad, la tierra no esconde sus heridas abiertas: cortes profundos advierten de la presencia de compañías mineras como Cecal y EcuaRecursos. Aunque desde hace más de quince años las gentes de Intag unidas han conseguido, a sangre y fuego, parar los pies a la minería, la amenaza permanece, espera agazapada a que los lugareños bajen la guardia. Si las concesiones de extracción prosperan, ellos tendrán que marcharse.

Las mujeres, que son sólo seis mujeres campesinas, no pretendían ser nada más. Son gente del campo, humildes y conscientes del lugar que no ocupan, de la importancia que no tienen. Día tras día se han acostumbrado a ver y callar el escamoteo de sus derechos, y para sus adentros, con la cabeza gacha, justifican los agravios de esos que con desfachatez se arrogan autoridad: hoy un político, mañana el conductor del autobús. Son mujeres, y los límites de su mundo no son, no pueden ser, los de un hombre. Pero pueden ser más amplios.

Esta historia de ellas empezó como la de un amor despechado. Érase una vez, una conocida ONG española llegó a El Rosal con promesas de impulsar el comercio de la sábila (aloe vera) que crece en la región. Ilusionados, los aldeanos se volcaron en el cultivo de la planta, de la que recibieron un cargamento en generosa muestra de buenas intenciones. Pero hete aquí que las esperanzas y promesas al fin se hundieron bajo el peso de la rentabilidad. Las mujeres, lejos de achantarse, se rebelaron contra su destino de seguir esperando el beso de otro príncipe, sumidas en un eterno sueño, mientras las hojas de aloe, como zarzas, engullían el pueblo. Así, alumbraron una idea: fabricar jabón artesanal. No tenían los conocimientos necesarios, ni la experiencia deseable, ni el equipamiento imprescindible, ni siquiera tenían un capital mínimo que invertir. Viendo su arrojo, Dennis Laporta -un francés enamorado de Ecuador- se comprometió con ellas, preñadas como estaban de este proyecto, y las animó diciendo que él les compraría el primer lote. Consiguieron el crédito, todo iba a pedir de boca. Pero no tenían la fórmula.

Ellas, las mujeres, no han dejado de trabajar para encontrarla: investigan, leen, calculan, pesan, vierten, calientan, remueven... esperan. Y vuelven a empezar. Hasta hoy su trabajo incansable ha sido en vano. Hoy, quizás, sea diferente. “Tiene que salir”, se dicen. Saldrá.

Y el primer pedido de jabón se enviará a España. El proyecto por fin comienza a andar. Así, la cooperativa de mujeres va a iniciar un proceso de autoformación que implicará a la comunidad entera. No hay marcha atrás, y el aprendizaje será a veces duro: bajo la lluvia, por caminos de tierra empantanados, les tocará a ellas y a sus hombres cargar los carros con lo primeros pedidos de jabón. También montarán sin ayuda los postes para la instalación del teléfono -imprescindible para poder gestionar las ventas-, un trabajo del que ni la empresa telefónica ni la municipalidad se harán responsables. Aprenderán a hablar cara a cara con directores de banca, a llevar cada detalle de una pequeña empresa, a organizarse con otras comunidades, a participar en reuniones y actos en defensa de lo que entienden es justo. Y a lo largo de todo el proceso seguirán siendo -aunque eso es lo que siempre se ha esperado de ellas- madres, hermanas, esposas, hijas.

Corajudas y pacientes, las mujeres de Intag han abrazado la vida con su proyecto, que crece y las hace crecer. Se han convertido en el eje de una comunidad que ha cambiado el temor por la unión, el vacío por un sueño. Ahora, mientras remueven la marmita donde bulle el jabón, miran adelante con ojos inmensos, ardientes, como si para ellas el horizonte no acabara donde termina el pueblo. Y no acaba.

Para Tania.



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